Había un cuento sobre un clan de mujeres
con un solo seno,
sobrevivientes de pruebas nucleares
patrocinadas por algún gobierno,
que desarrollaron tumores
como esas láminas fotográficas que no muestran nada,
y al final abuela, madre, hijas, hermanas,
destruidas por aquella amenaza crujiente
en el silencio de una noche hermosa.
Y un documental sobre mujeres con cicatrices
donde antes hubo simetría y orgullo
de seno y pezón, una evidencia
de femineidad, lactancia,
algo que nos despierta amor
o el conocimiento de la madre,
ahora vuelto nada,
pero con tatuajes,
una forma nueva de contemplar
la vida, y Rosa,
que siempre escondía su pecho muerto
pero se contaba la única viva
de todas las pacientes en el hospital
cuando su mastectomía.
Y la mujer enferma de aquel chileno
que se mandó a correr después de ese diagnóstico,
tres hijos y una operación, divorcio
y muerte.
Los tatuajes y la exhibición de cicatrices-
reconstruir el ser en la propia imagen
y semejanza,
y reclamar el valor propio, decir
no importa, un seno, dos, ninguno,
vida, lentejas, tulipanes,
y la pequeña hormiga que cruza
por el viejo patio.